9 DE FEBRERO DE 2024
UTXIN TAMAYO
Hola,
Para elevar el conocimiento de Tamayo y darle el nivel historico, cultural y personal que tiene, voy a empezar a contaros diversas historias, relatos y datos que moveran vuestra curiosidad y darán su lugar y espacio a Tamayo. En esta ocasión nos vamos a desplazar a la época de los romanos y de la mano de Arturo Campión, escritor, os presentamos la figura de UTXIN TAMAYO.
Os adjunto los documentos
Saludos
Eduardo (UNPORTA)
UTXIN TAMAYO, CAUDILLO VASCO EN LA EPOCA DE LOS ROMANOS
Arturo Campion es un escritor navarro que escribió una trilogía de “NARRACIONES BASKAS” y entre ellas se encuentran unas leyendas que él transcribe y entre ellas, una a nosotros es la que nos interesa que traducida del euskera titula:
“LOS CONSEJOS DE LOS TIEMPOS PASADOS”
En su relato, realizado en un estilo semipoético, un ángel le lleva a ver el pasado del pueblo de Euskal-Erria, y le sitúa en la época de la ocupación de los romanos. Un anciano conversaba con los invasores y después de una larga conversación, “el extranjero sacó un pergamino diciendo: He aquí lo que dice el Señor del Mundo, - y comenzó a leer de esta manera:
-- Octaviano, Señor del Mundo y Emperador de Roma, a Utxin Tamayo, Begaiñ-Arrakill, Lekobidi, Lartaun, Zara y a los demás jefes y próceres baskongados, salud¡ Ha llegado la hora de cerrar para siempre las puertas del templo de Jano; los dioses quieren que todo el mundo viva sometido a las órdenes de los divinos emperadores. Asia, África y Europa llevan el yugo romano, pero en estas apartadas regiones, un pequeño pueblo solamente permanece sin pagar ni dar el tributo que debe. Yo he nacido para cumplir los deseos de los dioses. Para eso he reunido en las costas de Cantabria un gran ejército, compuesto de peones y caballos. Aun así y todo, queriendo demostrar a todo el mundo mi piedad, antes de principiar la guerra, os envío el ramo de olivo.
-- Lucio Sergio, hombre muy diligente y sabio, embajador mío, os dirá cómo se puede alcanzar la amistad de Roma. Yo os ofrezco la paz; acogeos a ella ¡oh baskongados¡ De lo contrario no se verán en la Euskal-Erria más que matanzas y destrucciones espantosas.
n ¡Que Júpiter Capitolio guarde vuestra vida. Portu-Victoria, en los idus de Marzo y octavo año de nuestro Consulado. Cesar Augusto. Emperador¡.
n ¿Cómo, Utxin Tamayo, nos has reunido para oir ese vil mensaje?—gritó un hombre robusto ¡Truenos y rayos¡ Desde que el mundo es mundo yo y mis padres y mis antepasados hemos vivido sin yugo, y de igual manera quiero morir.
n Si, si Begaiñ-Arrakill, nosotros también, como tú, queremos vivir y morir sin yugo, gritaron los congregados.
Utxin Tamayo, después de hacer un gesto con la mano derecha, dijo:
n Oídme, hermanos; todavía no he concluido, ¿acaso soy mal baskongado?
n No, señor, no; perdónanos.
n Yo he hablado con el Embajador de Roma, y he aquí lo que ha dicho:
n Los baskongados le darán anualmente el Emperador ochocientos mozos robustos y doscientas muchachas hermosas; los mozos, como son fuertes, formarán parte de la guardia del Emperador, y las muchachas de la servidumbre de la Emperatriz. De manera que los unos guardando la estimadísima vida del Amo de Roma, y las otras limpiando las inmundicias del palacio imperial, recibirán –según dice el Romano- el honor más grande que hay en la tierra. ¿Cómo, baskongados, no os alegráis con esta noticia?
Entonces, de entre aquella gente brotó un ensordecedor estrépito, y todos comenzaron a lanzar irrinzis y silbidos. Cuando se calló la muchedumbre, Utxin Tamayo hablo de esta manera:
-Escuchad, por favor, hermanos, lo que dice el Romano. Además, le debemos dar al Emperador, y anualmente también, seis mil dineros de plata, y quinientos bueyes, y dos mil ovejas, y ochocientos cerdos, y ….
-¿Y la luna o el sol?- preguntó incomodado Begaiñ-Arrakill.
-Mucho más que eso, mucho más pide, hermano (y esto lo pide de una vez para siempre), puesto que le debemos de dar nuestro árbol venerable.
-¿Porqué no nos pide ese hombre injusto los corazones de nuestros pechos y las entrañas de nuestro vientre?—dijo Lekobidi.
-Afuera el Romano. Afuera, gritaron los de la asamblea.
-Hasta ahora habéis oído las palabras del león; ahora vienen las del zorro, luego las del lobo. Según dice el Embajador, después de poneros bajo la jurisdicción del Romano, seremos nosotros muy felices. Hoy vivimos en los montes a manera de jabalíes; mañana viviremos ricos y poderosos en las ciudades; hoy andamos cubiertos de pieles mañana andaremos adornados con riquísima seda; hoy moramos en cabañas, mañana moraremos en palacios; hoy somos ignorantes, mañana seremos sabios. Entremos, pues, dentro de esa jaula de oro. ¡De lo contrario, Cesar Augusto vendrá con su gran ejército, y matando a los hombre y mujeres, vendiendo a los niños y muchachas, quemando las cabañas y arrancando los sembrados, destruirá toda la Euskal-Erria hasta borrar su nombre¡ ¿Decidme pues, ahora, queridos compañeros, qué debemos de hacer?
- ¡Morir¡ ¡morir¡ gritaron todos, levantando a o alto las manos.
Esta palabra estalló como el estampido del trueno; los ecos se despertaron, los montes oscilaron, las piedras chocaron, los bosques temblaron y los ríos desde el blanco Pirineo se precipitaron a saltos hacia el mar diciendo: ¡Morir, morir, bascongados¡.
Utxin Tamayo, levantándose, le dijo entonces en latín al Romano: Extranjero, vete de aquí y dile a tu amo que puede venir a buscar los mozos, muchachas, dinero, bueyes, ovejas, cerdos y demás cosas que pide; nosotros le esperamos con el hierro de nuestras montañas en las manos.
El embajador de Roma, vivamente encolerizado, se mordió los labios y diciendo:
-¡Volveremos, infelices¡ --se fue, seguido de sus soldados
No es fácil decir cuánto se alegraron los baskongados por la marcha de los romanos. Sin embargo, la frente de Utxin Tamayo se oscureció.
n Jefe venerable, dinos alguna cosa; todos queremos oír tu voz --, dijo Begaiñ Arrakill.
n Hijos míos – les contestó Utxin Tamayo – no puedo, estoy agitado; el júbilo me ahoga y el dolor me parte el corazón. Se que sois buenos baskongados…. Pero ¡ay de la Euskal-Erria¡
Y el anciano, habiendo pronunciado estas palabras, desgarró sus vestiduras.
- Dinos por favor algo –nuevamente le suplicaron- ¿Por qué les manan lágrimas a tus ojos?.
-Lloro porque veo que llega la destrucción de la Euskal-Erria. Sin unión no hay fuerza. A pesar de ser muy grande el enemigo de fuera, todavía tenemos otro dentro de casa. En algún tiempo todos los baskongados eran hermanos; la dulce paz vivía en nuestras montañas; hoy somos enemigos como el agua y el fuego. Y yo, viejo y medio muerto, veré la perdición de mi querida tierra, de igual manera que un pastor débil ve a su rebaño destrozado por lobo ladrón.
- De ninguna manera, señor, mientras yo viva –dijo un anciano muy entrado en años, saliendo de entre la gente y yendo junto a Utxin Tamayo. Tenía el cuerpo encorvado y las luengas blanquecinas barbas hasta la cintura; seguramente no había en toda la Euskal-Erria otro hombre tan viejo y triste como aquel.
-Ven, ven Zara, si tienes corazón –gritó.
Al oir estas palabras, todos temblaron y se callaron.
-¡Sálvanos, oh Dios¡ -- dijo para sí Utxin Tamayo.
- Zara, zara, ven –gritó nuevamente el anciano; yo, Lekobidi, padre de Lelo, te quiero hablar delante de todo el pueblo.
Entonces un hombre rozagante y fornido, de unos treinta años de edad, se le acercó, y cruzándose de brazos, le dijo:
-Aquí estoy; habla, señor.
Lekobidi, cuando vió a Zara, comenzó a temblar; y para no caer a tierra, tuvo que apoyar su cuerpo en el cayado de Utxin Tamayo; pero después, recobrando poco a poco las fuerzas, le habló de esta manera:
n Negros recuerdos del pasado, llegad pronto al pensamiento, no para espanto de la tierra sino para bien de lo porvenir. Oyeme, Zara.
-Lelo, mi hijo adorado y tú, en grande amistad vivíais. Una vez marchasteis de caza los dos a los montes de Urbasa, y cierta noche, encontrándoos muy fatigados y empapados de nieve, pegasteis en las puertas del castillo de Arañaz pidiendo hospitalidad. Begaiñ arrakill, señor del castillo mandó os abrieran las puertas, a fin de que pasarais bajo techo aquella fría noche de invierno. Cuando entrasteis en la cocina, donde árboles enteros ardían, conocisteis que Begaiñ-Arrakill era un señor muy rico y poderoso, porque había allí mucha gente. Entre aquellos montañeses, una hermosa y esbelta muchacha, más blanca que la luna y más dulce que la nieve, estaba hilando. Os sentasteis junto al fuego para secar vuestras vestiduras, y entonces la muchacha, después de coger una vasija, se os acercó, y diciendo --¡bienvenidos, señores¡-- os lavó los pies.
-En un abrir y cerrar de ojos los dos la amasteis. ¡Amor lamentable y que tanta destrucción ha traido¡.
-Aquella muchacha, llamada Usoa, dió su corazón y mano a Lelo. Entonces, entonces, si, penetraron en tu alma el odio y la envidia. Antes de que terminaran las fiestas de la boda, asaltaste de noche la casa de mi hijo, y mientras él dormía, lo mataste y le robaste la esposa. ¡Crimen espantoso¡.
-Lelo era entonces Señor de Bizcaia para dos años, y la Junta te condenó a la pena de muerte. Pero tú, con la ayuda de tus amigos y parientes, despreciaste todas las leyes de la Junta. Desde aquel momento han venido sobre nosotros tantos y tantos perjuicios.
-Yo, para vengar la muerte de mi hijo Lelo, reuní a mis servidores y quemé tu casa, degollé tus rebaños, arranque tus sembrados, corté tus bosques, y finalmente, habiéndome apoderado de tus cinco hermanos, los ahorqué delante de la casa de tu madre ¡Acción lamentable, pero más pequeña que la tuya, aun con ser grande¡.
-Al saber estas noticias, toda la Euskal-Erria se conmovió. Alaba, Guipuzkoa y media Bizcaia tomaron las armas en tu favor; en el mío, la otra mitad de Bizcaia, Nabarra y los demás baskongados. Desde entonces dura entre nosotros la guerra civil. ¡Maldito seas, asesino de Lelo¡.
-Pero no; loco estoy. Perdóname, por favor. Para el bien de la Euskal-Erria olvidémonos de los días pasados. Yo también te he causado injusticias…; perdóname, por favor, en nombre de la Euskal-Erria. Dame la mano; te la quiero besar, y si tienes sangre de mi hijo, mis lágrimas la lavarán.
Y arrodillándose Lekobidi, comenzó a besa la mano de Zara.
Todos los de la asamblea lloraban y el cielo se cubrió de nubes por no ver aquella escena.
Zara se tapó el rostro con las dos manos; su pecho andaba de arriba abajo suspirando, semejante al fuelle de una fragua. De pronto gritó:
n ¡Perdónadme, baskongados¡ Yo soy el mayor culpable. Pero tu, padre infeliz, levantate del polvo; no es ese tu puesto, y déjame que te bese los pies.
Zara se inclinó para ponerse de bruces; pero Lekobidi, levantándolo le detuvo diciendo:
-¡Ven a mis brazos, hijo mío¡ Unámonos todos contra Roma.
Y los dos enemigos se besaron.
- Unámonos todos, unámonos todos –gritaron los congregados llenos de júbilo, y dando el último adiós a las enemistades se abrazaron también.
En el mismo momento, una mujer joven y hermosa se subió encima de una peña y comenzó a pulsar un arpa de oro.
-Silencio, silencio –dijo Utxin Tamayo;-- oigamos el canto de la hija de Aitor.
I
Los lobos –cantó la hija de Aitor—los lobos se reúnen en los bosques; hambrientos, vienen en busca de comida y despiertan los ecos de los alrededores con sus aullidos. Hoy a la noche, si los pastores se durmieran, todos los rebaños serían destruidos. Pero el Señor de casa, de pie delante de supuesta está vigilando, abre los oídos y para matar a los lobos afila las hachas y los dardos en las peñas y rocas de Gorbea.
II
¿Qué quiere esos hombres extranjeros en nuestras montañas? Vienen a pulverizar nuestra honra y nuestra libertad. Dicen que nuestras muchachas son hermosas y nuestros hombres valientes; por eso los quieren llevar al servicio del dueño del Mundo. El árbol de las libertades euskaras le dice al Mundo: “Eres muy cobarde”—por eso quieren cortarlo-- ¡Atrás Romanos¡ Cuando Dios hizo las montañas no quiso que los hombres las franquearon.
III
¡Ya llegan ¡Ya llegan¡ ¡Qué zarzal de lanzas¡ ¡ se perdería el tiempo contándolas¡ Nosotros somos pocos, pero después de realizar la unión a nadie le tememos.
IV
Los romanos traen el cuerpo cubierto de hierro; los nuestros están desnudos. Subamos a las cumbres. Arranquemos de raíz esas peñas; precipitémoslas del monte abajo sobre las cabezas del invasor. Y después, cuando los romanos huyan, bajemos a las llanuras e hirámosles con nuestras cortas espadas en el vientre, fuertemente en el vientre (los baskones se desanimaban porque no producían bajas en los romanos y entonces a uno se le ocurrió decir que les diesen en el vientre, y al ponerlo en práctica les dio la victoria a los montañeses).
“Mirad baskongados; la luna que derrama su luz plateada aparece en el cielo azul; pidásmole al Señor Dios que por miedo de la unión salve a la Euskal-Erria”
Todos se arrodillaron y se pusieron de bruces y hasta el alto cielo subió una plegaria, semejante al murmullo del mar.
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“El que tenga oidos para oir que oiga”
(Pamplona, 10 de mayo de 1882)
ASÍ TERMINA EL RELATO LEGENDARIO
AVISO LEGAL y POLITICA DE PRIVACIDAD